• Las obras de Tolkien y George R. R. Martin parte de los estudios ecocríticos que analizan desde diversas disciplinas cómo la literatura aborda cuestiones medioambientales.
  • Sus mundos forjados con la imaginación fomentan indirectamente el respeto al equilibrio ambiental.
  • También es de destacar cómo el declive de una raza, la de los elfos, hasta entonces en perfecta simbiosis con la naturaleza marca el fin inminente de los humanos.
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La realidad supera la ficción, incluso si esta lleva la etiqueta de «fantástica». En el imaginario colectivo veíamos en los verdes prados de Hobbiton un reflejo de la campiña inglesa. No obstante, el 2022 nos ha obligado a replantearnos dicha imagen idílica. 

La sequía en una nación acostumbrada a la lluvia incluso en época de calor desconcierta y es incongruente. Más aún, los efectos tangibles del cambio climático en parques londinenses o de Oxford, convertidos en terrenos secos.

Eso demuestran que Tolkien no estaba equivocado. Aunque era reacio a admitir alegorías en su obra, su preocupación como narrador por los peligros que acechaban a la naturaleza siempre estuvieron ahí.

Podemos así entender mejor la creciente vigencia de los estudios ecocríticos. Estos analizan desde diversas disciplinas cómo la literatura aborda cuestiones medioambientales.

Cabe por tanto detenernos en el ecologismo latente en tres de las grandes épicas fantásticas contemporáneas: «El señor de los anillos», de J. R. R. Tolkien; «La rueda del tiempo», de Robert Jordan; y «Canción de hielo y fuego», de George R. R. Martin.

La enorme repercusión mediática de sus adaptaciones cinematográficas y televisivas rivaliza con su potencial para crear conciencia. El estreno casi simultáneo de las primeras temporadas de La casa del dragón y Los anillos de poder pisa los talones al de La rueda del tiempo (2021), cuya segunda temporada llegará próximamente.

Activismo literario y su repercusión a debate

Tolkien, Jordan o Martin son activistas oficiosos. Su imaginación cabal crea mitos naturales. En ellos anidan los estragos de la acción humana; y que lo hagan al amparo de la fantasía no disminuye necesariamente su fuerza reivindicativa.

Todo lo contrario, aunque ciertas voces ecocríticas no lo vean así. Apartarse de lo cotidiano puede llegar a conmover con mayor intensidad las conciencias resignadas. También aquellas menos predispuestas a aceptar que nuestra relación con el planeta se basa en un frágil equilibrio.

Este debate no es nuevo. Se remonta a los orígenes de la novela moderna. Con los años, las funciones de la fantasía y su mayor o menor presencia en el discurso narrativo del realismo rara vez han puesto de acuerdos a lectores y críticos.

Curiosamente, fue lo inverosímil de personajes y tramas de Charles Dickens lo que el también novelista Henry James, tachó de superficial. Pero sus detractores pasaron por alto un detalle básico: cuanto más grotesca es la estética dickensiana, más elocuente es su denuncia social.

Sus particularísimas representaciones de la lúgubre realidad victoriana crearon lazos indestructibles con sus ávidos lectores. Su mensaje caló. Concienció a muchos. Sus novelas, inicialmente publicadas en fascículos a medida que las escribía, tal y como ocurre hoy día con los episodios de series televisivas, siguen siendo muy accesibles. Las de otros, no tanto.

Por tanto, la popularidad cultural de amplio espectro de Tolkien, Jordan o Martin es un valor añadido en la visibilización del discurso medioambiental. Resultaría osado, pues, infravalorar su capacidad para transmitir dilemas sociales o insinuar que no hay un planeta B.

Sus mundos forjados con la imaginación fomentan indirectamente el respeto al equilibrio ambiental. Tolkien era partidario de que cada uno sacara sus conclusiones. Y como dice el refrán, si bien canta el abad, no le va en zaga el monaguillo.

Los universos literarios de Jordan y Martin peligran como el nuestro, sujetos como están a ciclos de cambio constante. Pero más si cabe cuando se desestabilizan, ya sea por la codicia humana o por su proyección simbólica como mal encarnado. Dicha visión en parte cuestiona a quienes desestiman la entidad literaria de estas obras y solo ven en ellas extremos morales sin término medio.

Sin embargo, los ecosistemas humanos, incluidos los creados por estos arquetipos míticos, son mucho más complejos. También los naturales.

Desafíos creativos y responsabilidad medioambiental

La casa del dragón se basa en el primer volumen de Fuego y sangre (2018), de los dos planeados por Martin. La precede el éxito de Juego de tronos (2011-2019) y de nuevo el medio ambiente es una premisa central.

La naturaleza, el clima y la ambición desmedida no se llevan bien. Volcados en sus mezquinas luchas de poder, esta vez los Targaryen, o al menos Viserys I, sí se sienten responsables de lo que pueda ocurrir. Miran a su pasado y su presente para evitar un futuro aciago. Los lectores y espectadores de Canción de hielo y fuego y Juego de Tronos respectivamente lo que vendrá. Y no hacer nada no es una opción.

Esta nota cataclísmica resuena en Los anillos de poder, como se sugiere en sus primeros episodios. Sobre ellos se cierne la destrucción de la isla de Númenor, tragada por las aguas como la leyenda de la Atlántida, al igual que Valyria, cuna de la cultura Targaryen. Este temor a la inacción de quienes pueden hacer algo ya estaba en las trilogías de El señor de los anillos y El hobbit que Peter Jackson llevó a la gran pantalla.

Ni siquiera la raza de árboles antropomórficos conocida como Ents actúa con la celeridad necesaria contra la deforestación urdida por lo que Tolkien llamaba el espíritu de Isengard; es decir, los excesos de una industrialización despiadada y un progreso deshumanizado. Y eso pese a que estos árboles animados, unos de los más antiguos habitantes de la Tierra Media, son sabios e inteligentes.

También es de destacar cómo el declive de una raza, la de los elfos, hasta entonces en perfecta simbiosis con la naturaleza (como los Hijos del Bosque de la saga de Martin), marca el fin inminente de los humanos. Ambos dejan así suficientes pistas al lector sobre la llegada del antropocentrismo y sus consecuencias. El hombre puede ser su mayor enemigo si solo orbita sobre sí mismo.

A su vez, la corrupción y la contaminación, literales y simbólicas, reverberan en La rueda del tiempo. Aquí las eras se suceden y el mundo se destruye y renace según un patrón de cambio recursivo que lo redibuja en términos geológicos, sociales y políticos. El equilibrio entre fuerzas antagónicas que no deberían malinterpretarse como bien y mal, está en juego aunque lo parezcan. Estas a su vez se recortan sobre un trasfondo de magia con la naturaleza y perspectiva de género.

Los mismos conflictos inspiran la época ecofeminista del ciclo Earthsea (1968-2001), de Ursula K. Le Guin. Las novelas que lo componen aún esperan una adaptación digna de su influencia literaria y espíritu transgresor.

¿Cómo valoran la ecocrítica y el activismo climático estos trasvases de la literatura al lenguaje televisivo? ¿Cómo reciben los espectadores, por tanto, el mensaje?

La intersemiótica o transmutación de un sistema de signos a otro supone un reto creativo de primer orden. Frente al acto casi unipersonal de la escritura, una producción televisiva responde a múltiples condicionamientos. A mayores las contingencias, mayor el riesgo de perder de vista el original. ¿Está la conciencia ecológica en la agenda de corrección política de los guionistas y sus plataformas de contenido? La respuesta es sí, sin duda. Los enfoques pueden diferir, pero no la intención.

Este artículo se publicó originalmente en inglés.

*The Conversation es una fuente independiente y sin fines de lucro de noticias, análisis y comentarios de expertos académicos.

*Daniel Nisa es doctor en Filología Inglesa por la US. Profesor, ayudante Doctor en el Departamento de Filología y Traducción, Área de Filología Inglesa, de la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla .No trabaja, asesora, ni posee acciones o recibe financiamiento de alguna organización que pueda beneficiarse de este artículo.

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