• Cuando era vicepresidenta en su empresa, la autora tenía demasiado miedo de defenderse o decirle "no" a su jefe.
  • Llegó al agotamiento y se desmayó durante una reunión, lo que la obligó a abandonar la oficina en camilla.
  • Se dio cuenta que los traumas de infancia estaban presentes en sus relaciones de trabajo y su vida laboral. Eso podría ocurrirnos a todos.
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«Teresa, puedes planear tú la fiesta de la oficina, ¿verdad?», se me hizo un nudo en el estómago cuando escuché la pregunta de mi jefe y me sentí mareada. No sabía que me faltaba poco para caer en el burnout.

Comprobé mentalmente mis responsabilidades y lo que se me pedía que dirigiera. Intenté repetirme los límites que había leído en un artículo de Forbes el día anterior.

En lugar de eso, salieron de mi boca estas palabras: «Mi carga de trabajo ya está completa. ¿Hay alguna posibilidad de que encuentre a otra persona para cubrirla? Si no, haré lo posible por crear un plan».

Mi jefe me miró fijamente y luego volvió a repetir que debía planificar la fiesta.

Hacía poco que me habían ascendido a vicepresidenta de Recursos Humanos. Ya no daba abasto con el desarrollo de nuevos programas de formación, la mejora de nuestro proceso de contratación y la incorporación de nuevas personas empleadas. Estaba a punto de llegar al burnout (síndrome de desgaste profesional, o del trabajador quemado).

Estaba demasiado ansiosa en la oficina para establecer límites

Intelectualmente, sabía lo que eran los límites. Sin embargo, en los pocos intentos que hice de «establecer un límite», mi cuerpo se apoderó de mí. Me paralizaba de terror y se me cerraba la garganta.

Tras ser ascendida a la suite ejecutiva, me convertí en la única mujer de la sala. Mi corazón se aceleraba cada vez que contribuía a una reunión. Cuando salía de la sala, me obsesionaba lo que decía, cuestionándome si había sonado estúpida o no. Pronto perdí el apetito, dejé de dormir durante la noche y perdí peso drásticamente.

Todo llegó a un punto crítico un día en una reunión. Recuerdo que se me aceleró el corazón. Sentí que el corazón me daba un vuelco. Intenté excusarme, pero a los dos pasos mi cuerpo se balanceó y, de no ser por una silla cercana, me habría caído.

«Teresa, ¿deberíamos llamar a la ambulancia?».

Parpadeé y, en una imagen borrosa y distorsionada, vi las caras del consejero delegado y del director de marketing de mi empresa mirándome fijamente. Enseguida estaba tumbada en una camilla y me llevaban al vestíbulo. Las puertas del ascensor se abrían y cerraban. La oficina me miraba boquiabierta. Me sentí tan pequeña y mortificada.

Pensé que era un problema cardíaco, pero en el hospital me hicieron muchas pruebas que salieron bien. El médico me diagnosticó burnout y ansiedad.

Antes de esto, quedé con una de mis mejores amigas para tomar un café en Starbucks. Ella estaba hablando de su padre. Al final de la conversación, dijo algo que se me quedó grabado: «Tengo curiosidad, T. Nunca hablas de tu madre y de tu padre. ¿Por qué?».

Evadí el tema de mi infancia entre amigos y en la sala de terapia. Quizá una parte de mí esperaba que el diario y el trabajo de atención plena que estaba haciendo fueran suficientes.

Sin embargo, la pregunta de mi amiga seguía sonando en mi cabeza.

Fue entonces cuando mi psicóloga me guió a través de la terapia de Sistemas Familiares Internos (SFI), una práctica en la que me personificaba a mí misma en diferentes edades. Recuerdo que, durante una sesión, encarné a Teresa, de 9 años. Mi padre me gritaba porque mis zapatillas de correr no estaban organizadas en línea recta en la puerta.

Cuando le describí la escena a mi terapeuta, me comentó: «No tienes la culpa de nada», y se me saltaron las lágrimas. Sentí como si mi terapeuta estuviera hablando directamente con Teresa, una niña de 9 años, y no con Teresa, una mujer de 45 años.

Aunque los traumas infantiles y los síntomas del burnout suelen coincidir, la solución es distinta. La mayoría de los enfoques tradicionales de recuperación del síndrome de desgaste profesional se centran excesivamente en soluciones externas, como el ejercicio físico o un horario adecuado de descanso y sueño.

Aunque estas soluciones son saludables y promueven el autocuidado, para alguien que ha sufrido un trauma infantil, el verdadero alivio viene de abordar sus necesidades más profundas, por lo que he aprendido.

Aprendí de lo que viví en mi vida laboral

Me he dado cuenta de que respondía a las figuras de autoridad masculinas como si fuera una niña, y por eso no podía decirles «no» a mis jefes, y eso me llevó al agotamiento.

Ser consciente de que esto ocurría lo cambió todo. Si me siento provocada en el trabajo, me digo en voz baja que congelarme o acatar las normas ayudó a la joven Teresa la sobrevivir a sucesos aterradores, pero las cosas son distintas para la Teresa mayor.

No estoy en peligro físico y las respuestas que me sirvieron cuando era más joven ya no me sirven. Seguir aplicando estas respuestas significa que permito que el miedo o la ansiedad pasen a través de mí y esto puede llevarme nuevamente al burnout. A partir de aquí, puedo afirmar mis límites desde un estado más tranquilo.

Esta no es una solución única. Considero el trabajo con los límites y el trabajo basado en el trauma como una práctica para toda la vida. Es un viaje constante de comprensión de los patrones.

El hecho de salir victoriosa en una conversación difícil que me habría provocado en el pasado, me revela que actualmente soy capaz de reafirmarme y establecer límites, especialmente en el lugar de trabajo.

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