Vivir bien en sociedad cuesta dinero. Esto parece un hecho innegable en el modelo económico, social y político en que vivimos, pero especialmente a poco más de dos años del inicio de esta pandemia global que parece no tener fin. En estos meses hemos aprendido sobre lo importante que es invertir en hospitales públicos equipados y con medicamentos disponibles, en espacios públicos para pasar el rato o hacer actividades físicas, en escuelas públicas bien equipadas donde tener papel sanitario no sea casi un lujo, en espacios culturales públicos y abiertos que nos permitan distraernos y entretenernos sin tener que pagar una proporción enorme de nuestras quincenas.
Varios países alrededor del mundo parecen haber entendido esto mejor que otros. Dado que esta vida buena en sociedad cuesta, es innegable la importancia de contar con ingresos suficientes para poder tener acceso a todos estos servicios públicos. Lo entendió Chile, donde el presidente Boric propuso —en medio de la discusión sobre la posible nueva constitución chilena— esta semana su reforma al sistema tributario chileno, con la que busca recaudar ingresos equivalentes al 4.1% del producto interno bruto (PIB) del país sudamericano, con una recaudación tributaria actual de 19.3% del PIB. El paquete incluye un mayor impuesto sobre la renta para grandes fortunas, un nuevo impuesto a la riqueza a las 6,300 personas más ricas del país y nuevas regalías al sector minero, uno de los más importantes del país.
Así lo entiende Bélgica, donde el gobierno del primer ministro conservador Alexander De Croo anunció recientemente una reforma tributaria profunda en el pequeño pero muy influyente país europeo, cuya capital es sede del bloque regional. El gobierno de De Croo —formado por una coalición de siete partidos de distintas posiciones ideológicas— prepara una reforma fiscal considerada “radical” que incluirá el aumento de los impuestos al capital y la consecuente disminución de los impuestos a las personas trabajadoras, reforzará los gravámenes para fortalecer la agenda medioambiental y para gravar las enormes ganancias del sector eléctrico en medio del exorbitante aumento de los precios de la energía.
También lo entendió Colombia, donde el presidente electo Petro —de la mano de su futuro ministro de Finanzas, el reconocido economista José Antonio Ocampo— ha propuesto una reforma tributaria que incluiría mayores impuestos para las 4,000 fortunas más grandes del país, una evaluación y reducción de los beneficios tributarios —en la forma de exenciones, deducciones y demás figuras que reducen la recaudación potencial—, un nuevo impuesto para que se declaren y graven los dividendos de las empresas, entre otras medidas. Con esto, el próximo gobierno colombiano espera recaudar hasta 5.5 puntos del PIB, casi un tercio de la recaudación actual colombiana de 18.7% de su PIB.
Por último, lo entendieron también los 136 países que se han sumado hasta el momento al acuerdo fiscal global que se empuja desde el Grupo de los 20 (G20) y la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) —conocida como el club de los países ricos—, donde desde hace casi una década se discute una reforma internacional que pondría fin al tratamiento diferenciado que dan los países a las grandes empresas multinacionales. A pesar de las críticas a su alcance y construcción —pues deja fuera las demandas de los países del sur global—, este acuerdo pondría un piso mínimo de 15% en la tasa de impuesto sobre la renta empresarial y obligaría a que se cobren los impuestos donde se realicen las operaciones.
Pero, a diferencia de sus principales socios en la Alianza del Pacífico —y los que más han empujado por políticas económicas neoliberales en la región, por cierto—, en México parece que aún no lo hemos entendido. A pesar de las potenciales ganancias para nuestro país por los avances en la negociación del acuerdo fiscal global y de los recientes esfuerzos del SAT por recaudar más de grandes contribuyentes, estos esfuerzos parecen seguir siendo insuficientes para aumentar considerablemente los ingresos públicos.
México se mantiene en el último lugar de los países de la OCDE y a la cola de los países de América Latina y el Caribe en cuanto a la recaudación de impuestos, lo que nos hace una anomalía fiscal en el mundo. Esto se debe a que los incrementos en la recaudación tributaria, loables a pesar del reciente y sostenido estancamiento económico en el país, han servido solo para compensar la caída de los ingresos públicos por la venta de petróleo y gas durante la última década, como muestra la Figura 1 con cifras del mismo gobierno federal.


Ningún esfuerzo por aumentar la recaudación federal de impuestos en México será sostenible en el largo plazo sin empujar una reforma tributaria progresiva y profunda que revise el tratamiento diferenciado que hace el ISR a las personas trabajadoras y al capital; que elimine los privilegios fiscales que representan los beneficios tributarios —exenciones, deducciones y regímenes especiales—, fuertemente concentrados en el 10% de la población con mayores ingresos; que obligue a los escalones más altos de pago de ISR a pagar tasas más altas; y que, en general, deje atrás todas las políticas tributarias que sostienen y amplifican las desigualdades y el trato diferenciado e injusto que beneficia a unas cuantas personas, las más ricas de nuestra sociedad.
En un movimiento poco esperado, en abril de 2020 en pleno confinamiento global, el periódico conservador Financial Times —conocido por sus posiciones que históricamente han apuntado a una menor presencia del estado en la economía— sorprendió con una editorial donde reconocía los errores cometidos en el pasado con sus recomendaciones de política durante las últimas décadas y reconocía que las reformas radicales deberán estar de nuevo sobre la mesa, que se deben ver los servicios públicos como inversiones, no como cargas, y que la redistribución será debatida otra vez, con “políticas consideradas excéntricas hasta ahora, como la renta básica y los impuestos a las rentas más altas” entre las propuestas.
El mundo parece estar escuchando el llamado de, incluso, los más escépticos. Ojalá el gobierno mexicano lo haga pronto.


Las opiniones publicadas en esta columna son responsabilidad del autor y no representan ninguna posición por parte de Business Insider México.