Carlos Brown

Carlos Brown

Colectivo

Es ya un lugar común decir que la pandemia de Covid-19 ha revelado las enormes fallas y omisiones de nuestras sociedades, atravesadas a su vez por las profundas desigualdades económicas y sociales. Incluso quienes defendieron por décadas un modelo económico y social basado en el individualismo se encuentran hoy enarbolando el llamado hacia un nuevo contrato social que ponga el bien común y lo colectivo en el centro de nuestras decisiones.

Sin embargo, algo que no nos hemos preguntado lo suficiente es cómo llegamos a este punto. Durante el último año, hemos hecho constantes llamados a una acción más rápida y adecuada de nuestros gobiernos, desde el federal hasta el municipal: queremos servicios de salud adecuados y suficientes, una compra masiva de pruebas y de vacunas, programas de rescate como los de los países de Europa occidental. Pero hemos olvidado que todo eso requiere dos condiciones: instituciones gubernamentales con capacidad en todos los niveles de gobierno… y dinero público.

La realidad es que, cuando la pandemia de coronavirus llegó a nuestro país, la situación de las instituciones públicas era crítica: tras años de abandono de la inversión en servicios públicos, la así llamada austeridad republicana terminó debilitando aún más a nuestras instituciones. Pero a esto se suma la negación a aumentar los recursos públicos disponibles para la inversión social, optando por una estrategia de austeridad y ahorro que ha tenido resultados muy cuestionables. Esto se debe a que existe el mito de que los recursos públicos son suficientes, pero estaban mal focalizados y eran desviados por actos de corrupción. Sin embargo, los datos muestran una realidad muy distinta.

México es la decimocuarta economía más grande del mundo, cuando medimos por el valor monetario de todos los bienes y servicios que produce nuestra economía anualmente, lo que conocemos como el producto interno bruto (PIB). Sin embargo, cuando consideramos el nivel de desarrollo de nuestra economía –usualmente medido por el PIB per cápita–, nuestra economía cae al lugar 71 del mundo. Incluso al utilizar cualquier otra medida de desarrollo, como el Índice de Desarrollo Humano, este resultado se sostiene. Al ubicar a nuestra economía por ingresos públicos –es decir, por la proporción de la economía que se va a lo público– México ocupa el lugar 62. Este resultado parece indicar que México tiene unos ingresos públicos propios de su nivel de desarrollo.

Sin embargo, cuando tomamos en cuenta únicamente los ingresos tributarios, que son aquellos recursos públicos que provienen por el cobro de impuestos, México se ubica en el lugar 136 del mundo, junto a países como Djibouti, Ghana o El Salvador. Es decir, aunque México es una de las 15 economías más grandes del mundo, tiene unos niveles de recaudación de impuestos propios de una economía pobre. Así, somos el país que menos impuestos recauda entre las economías de la OCDE –el club de los países ricos– pero incluso uno de los que peor recaudan en Latinoamérica. Por ello considero que México es una anomalía fiscal: los ingresos que recauda vía impuestos no corresponden ni al tamaño de su economía ni a su nivel de desarrollo. Esto tiene una de sus causas en que, durante décadas, los ingresos petroleros eran la fuente principal de los ingresos públicos en México, una situación que ha cambiado drásticamente en la última década como puede verse en la Gráfica 1; pero también a los esfuerzos constantes por impedir una reforma fiscal profunda por parte de los grandes empresarios del país.

Tras tres años de negación, el presidente López Obrador finalmente reconoció hace unos días que se requiere una reforma fiscal. Pero, a pesar de la precaria situación de nuestras finanzas públicas, insiste en que no se deben crear ni subir los impuestos que se pagan actualmente, lo cual fue replicado durante la instalación del grupo de trabajo legislativo que discutirá la transición hacendaria. Sin embargo, una reforma fiscal profunda y que apueste a cobrar a quienes más ganan o tienen en este país –donde cuatro de cada diez pesos de ingresos se concentran en apenas 10% de la población– debería enfocarse en aumentar los impuestos en los estratos más altos de nuestra sociedad, quienes además concentran la mayoría de los beneficios fiscales de nuestro sistema tributario.

Con las crisis derivadas de la pandemia –de salud, económica, social y de cuidados– se ha expuesto más que nunca antes la necesidad de incrementar los ingresos públicos para financiar un estado de bienestar adecuado, con sistemas públicos de salud donde la cobertura no dependa del estatus laboral, con programas de protección social con seguros de desempleo, y un sistema público de cuidados que se base en la corresponsabilidad entre familias, gobiernos y empresas. Mientras los esfuerzos de nuestros gobiernos no avancen hacia allá, bajo principios de máxima transparencia, participación pública y rendición de cuentas, quienes seguirán pagando los platos rotos de la fiesta seguirán siendo las personas más vulnerables de nuestra sociedad.

Si queremos un estado de bienestar robusto para México al salir de estas crisis, pero no queremos mover ni un ápice los impuestos actuales, entonces no queremos un estado de bienestar robusto. Hagamos que el añorado “regreso a la normalidad” sea el inicio de un México más justo e incluyente, y no el regreso a un estatus quo que solamente beneficia a unas cuantas personas.

Las opiniones publicadas en esta columna son responsabilidad del autor y no representan ninguna posición por parte de Business Insider México.

Descubre más historias en Business Insider México

Síguenos en Facebook , Instagram y Twitter

Consulta a más columnistas en nuestra sección de Opinión