Carlos Brown

Carlos Brown

Colectivo

Toda vez que las vacunas contra el coronavirus comienzan a circular –a diferentes ritmos, reflejo de las desigualdades entre nuestras sociedades– entre nuestros países, la discusión ya comienza a centrarse en la vida post-pandemia y en la forma que tendrán nuestro mundo y –en especial– nuestras ciudades tras estos más de 15 meses de disrupción en nuestras vidas. Nueva York ya comienza a vislumbrar una vida sin al menos 3 millones de personas trasladándose a Manhattan todos los días para trabajar, toda vez que las empresas abandonaron sus oficinas para migrar al trabajo remoto. Las ciudades mexicanas no están exentas, con un mercado inmobiliario fuertemente marcado tanto por la crisis económica como por la migración de personas lejos de los grandes centros urbanos.

Pero estas crisis se cruzan a su vez con la crisis climática, que sigue avanzando ante los esfuerzos insuficientes de los gobiernos y las empresas por apostar por políticas que frenen su avance. Sin mitigación climática, hasta 19% de la superficie del planeta podría ser virtualmente inhabitable para la humanidad para el año 2070, desplazando así a 3 mil millones de personas, la enorme mayoría de ellas en el Sur global. Ninguna apuesta en la lucha contra la crisis climática estará completa si no comenzamos a adaptar nuestras ciudades a sus entornos naturales, en vez de anteponerse a ellos.

Frente a lo anterior, el ecologismo urbano postula que las ciudades no se contraponen a la ecología, sino que son parte de ella. Todas nuestras ciudades fueron fundadas en territorios en donde los servicios ecosistémicos eran abundantes y necesarios para el desarrollo, pero hemos alterado profundamente nuestros entornos para volverlos territorios de concreto, donde el agua, la flora y la fauna se ven como obstáculos al progreso.

Para hacer espacio para el automóvil y los viajes privados en éste, las ciudades se destruyeron a sí mismas durante el siglo pasado, separando comunidades y reemplazando áreas verdes y cuerpos de agua por concreto. Ahora que la infraestructura que dio paso a este modelo de ciudad está llegando al final de su ciclo de vida, las ciudades en el mundo empiezan a enfrentar una decisión que no debería ser muy difícil: reconstruir esas autopistas urbanas o ponerlas en entredicho. Esto representa un desafío a la idea del automóvil, no sólo como forma dominante de transporte, sino también a su representación como símbolo de estatus social. 

Durante las últimas dos décadas, algunas ciudades han intentado cambiar esta perniciosa relación con su entorno, pero la batalla no ha sido sencilla. En Europa y en Asia oriental lleva unos años librándose, con algunos resultados exitosos. Es común ver las transformaciones del espacio público en las ciudades holandesas, como el caso de Utrecht que restauró un canal histórico que fue entubado para construir una autopista urbana en la década de los setenta del siglo pasado, hecho reconocido como la corrección de un error histórico. O el caso de Seúl, que continúa demoliendo segundos pisos que fueron construidos durante la dictadura de Park Chung-hee como símbolo del rápido desarrollo de la economía surcoreana.

Ahora, tras el avance de algunas ciudades europeas y asiáticas por desentubar los ríos y demoler las autopistas urbanas que irrumpieron en la vida de comunidades enteras, Estados Unidos comienza a voltear hacia la destrucción de autopistas urbanas como una forma de recuperar las ciudades. Este fotorreportaje del New York Times [en inglés] permite dimensionar el alcance de la medida, que hasta ahora representa 33 proyectos en 28 ciudades estadounidenses. En dicho país, la política de autopistas urbanas estuvo fuertemente cruzada por un factor racial y de clase: a quienes desplazaban eran principalmente personas afroamericanas e inmigrantes de bajos ingresos. De esta manera, una decisión que pareciera ser solo sobre justicia climática encierra detrás la reivindicación de la justicia social, racial y de género.

En un intento histórico por echar atrás las políticas segregacionistas del último siglo, y al enfrentarse a la decisión entre renovar antiguas autopistas urbanas o reconsiderarlas, el gobierno de Biden destinará 20 mil millones de dólares para reconectar barrios al remover autopistas urbanas, y las y los demócratas en el congreso han anunciado que pretenden hacer este plan sostenible al garantizar inversiones para el próximo lustro. Esto nos recuerda, una vez más, lo importante que es saber qué estamos financiando con el dinero público.

Esta decisión no está libre de polémica, pues uno de los mayores retos de este tipo de intervenciones que recuperan los espacios públicos es evitar que dicha intervención no sea un incentivo para la especulación inmobiliaria y la gentrificación del entorno. Sin embargo, las políticas de gestión de uso de suelo pueden ser un factor clave: ¿cómo evitamos la especulación inmobiliaria que tanto daño hace a nuestras ciudades y cómo evitamos que solo unas cuantas personas y empresas se beneficien de estas intervenciones? El Fondo Monetario Internacional ya lo ha dicho en días pasados en un reciente informe: hay que apostar por impuestos a las viviendas vacías y otros instrumentos de política fiscal y de gestión del uso de suelo, como la captura de plusvalías que hoy utiliza Bogotá.

Las calles no solo deben ser lugares para pasar, sino también para estar. Esto implica repensar qué es lo que valoramos como sociedad: movernos rápido dentro de nuestras ciudades o poder habitarlas de manera segura. Disfrutarlas para más que el simple paso: para jugar, convivir, cuidar, estar. Priorizar la vida por encima de la velocidad. Las experiencias en otros países nos recuerdan que esta visión requiere entender que los procesos son a largo plazo y que los beneficios no se materializan de manera inmediata, pero que es una apuesta política y económica que vale la pena hacer.

Las opiniones publicadas en esta columna son responsabilidad del autor y no representan ninguna posición por parte de Business Insider México.

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